Uno de los momentos más incómodos y reveladores de los 10 años que llevo en el campo de la Gestión Cultural fue cuando llegué al Doctorado en Humanidades de la UAM X. Durante el primer año tuvimos una serie de seminarios teóricos donde se reflexionaba respecto al tema de la etnografía, la cultura, la política, la colonialidad y otros problemas de la línea de investigación que corresponde a los Estudios Culturales y la Crítica Poscolonial. Me parece prudente hacer esta apertura, para dar a conocer el lugar desde donde hablo. En este proceso, uno de las discusiones reiterativas que salían tarde que temprano, era el papel de quien realiza una intervención en ciertos contextos socioculturales, ya sea como investigador, gestor, antropólogo, psicólogo, restaurador, etc. Por cierto, esta situación del rol social y privilegios que poseemos, considero que no siempre se problematiza en los círculos académicos, lo cual a estas alturas me parece imprescindible.
Tengo una anécdota vinculada a esta situación que comento. En un grupo de whatsapp donde se reúnen una gran cantidad de investigadores e investigadoras de Latinoamérica, personas comprometidas con las luchas sociales y otros procesos políticos, se discutía sobre una situación que repercutía a ciertas comunidades indígenas en Sudamérica. En esta discusión desatadas en el grupo, fue interesante detectar voces que afirmaban que la comunidad estaba manipulada por ciertas creencias, por lo que era evidente que no entendían lo que estaban viviendo. De igual forma, se defendían posturas políticas personales, demostrando la militancia hacia determinadas ideologías izquierdistas. Más allá de las buenas intenciones y del compromiso por parte del entusiasta grupo, el cual no puedo negar, era evidente que desde ese lugar de enunciación privilegiado, varias personas especialistas en arqueología, antropología y otras disciplinas, habían producido a un subalterno idealizado. Una comunidad que parecía no ser consciente de sus propios procesos y que nuevamente surgía una especie de intención tutelar por parte de los académicos quienes parecían conocer verdaderamente lo que realmente sucedía, cuál era el problema y la solución de está manipuladas comunidad.
Ese mismo día que ocurrió esta situación, unas horas antes, realicé una entrevista con una mujer tejedora tsotsil, políglota, bien preparada. Al conversar con ella, me indicaba que en una exposición que se realizó sobre textiles, había identificado al leer los relatos curatoriales sobre la exhibición, ciertos procesos de producción muy singulares que no le parecieron comunes en la creación de textiles. De igual forma, en lo descrito por el autor de este texto se pudo percatar que lo que decía este antropólogo era falso. Para asegurarse de lo que consideró como un error, recurrió a las tejedoras que realizaban este trabajo textil. En ese momento reafirmó que el antropólogo se había equivocado, que había generado una interpretación errónea. Al final, las dos mujeres tejedoras solo soltaron las risas por las extrañas cosas que habían escrito en esta exposición. Para esta mujer tsotsil, el papel de los antropólogos es polémico, pues francamente creía que estos manipulaban la información.
Estas dos experiencias que narro me parecen sumamente trascendentes para quienes nos dedicamos no solamente a la gestión cultural, sino a otras áreas de las ciencias sociales y humanidades, ya que muchas veces nuestra voluntad tutelar se yergue orgullosamente, suprimiendo no solo la voz de esa otredad que nos interesa apoyar, colaborar o incidir, sino que también generamos actos de poder donde tratamos a estas comunidades como menores de edad. De repente nos adscribimos a prácticas donde hemos colocado a estas personas y grupos como menesterosas de nuestra participación, donde nuestra figura de profesionales y especialistas, es imprescindible para lograr los procesos socioculturales y políticos que son necesarios para que logren una vida digna.
En la actualidad, existe una amplia cantidad de reflexiones que buscan cuestionar estas situaciones, que si las epistemologías del sur, las propuestas decoloniales, el deconstruccionismo, en fin, creo que las reconocemos bien. Sin embargo, pareciera que todos esos problemas que señalan estos planteamientos teóricos están fuera de nuestras prácticas cotidianas tanto en la gestión cultural, como para otros campos de conocimiento. En este sentido, vale la pena detenerse a pesar nuestras propias marcas y huellas coloniales. No pensando solo en el Estado, las empresas, la iglesia, etcétera, sino en cómo desde nuestro lugar de enunciación hemos reproducido una y otra vez, actos de dominación, relaciones de poder y un intento de manipulación de las comunidades a través de nuestro quehacer profesional, incluso con todas nuestras propuestas liberacionistas hacia los otros. Donde pareciera que predicamos verdades ideológicas hacia quienes más lo necesitan, repito: ideológicas. Como ya lo he mencionado en otras entradas, una de las metas más complicadas en este sentido es renunciar al paternalismo y el tutelaje sobre las otredades.
Otro punto importante a tratar en este tema en el caso específicamente de la gestión cultural, me refiero a cómo hemos naturalizado la administración de la cultura y de los procesos sociales que se viven en estas comunidades. Existen ya muchos estudios sobre las prácticas coloniales de disciplinas como la antropología, la arqueología, entre otras profesiones, pero poco se dice sobre nuestro papel en la gestión cultural. Nuevamente, invito a que reflexionemos nuestras prácticas de intervención, especialmente en comunidades indígenas, pero también en otras colectividades donde realizamos nuestra labor, poniendo al centro una reflexión crítica y profunda sobre el poder que ejercemos desde nuestro lugar.
No pretendo solamente señalar y problematizar. También me interesa pensar en algunas propuestas que tal vez puedan ayudar con esta redención. Y uso esta palabra a propósito porque me interesa generar un paralelismo con las ideas salvacionistas que reproducimos en muchos proyectos culturales, donde a veces pretendemos y creemos firmemente que nuestra propuesta resolverá complejos problemas en las comunidades donde colaboramos tantas veces.
Algunas propuestas...
En primera instancia, considero que debemos renunciar definitivamente a la idea de manipulación que tanto nos ha hecho daño. Creo que hemos escuchado una y otra vez en diferentes contextos académicos progresistas el uso de esta palabra para entender lo que viven muchas colectividades, las cuales viven oprimidas por alguna situación adversa o por ciertos grupos de poder. En este sentido, reproducimos una lógica donde pareciera que ese otro, menor de edad, no posee esa racionalidad para decidir (no sabe que está manipulado por eso actúa así). Es como reproducimos una mitificación sobre nuestro papel como gestores, investigadores o especialistas ante los otros menores de edad que necesitan un padre que los guíe a la verdad. Es necesario pensar cuándo hemos sido manipulados y si hemos intentado manipular para obtener beneficios de estos grupos cuando colaboramos con ellos.
El otro aspecto que me parece importante, es fomentar una verdadera autonomía. No nuestra creencia ideológica progresista de pensar la autonomía, sino la que la propia colectividad puede problematizar y gestionar. Por supuesto que muchos quisieran que el marxismo, el zapatismo, la anarquía y otras propuestas estuvieran en todo el planeta, pero para bien o para mal, esa utopía es poco probable. Es ahí donde tal vez tendríamos que entender que en la autonomía también hay diversidad de concepciones que no siempre se emparejan a la lucha de clases, al anti-estatalismo o al anticapitalismo. Es incómodo, pero desafortunadamente creo que muchos lo hemos visto.
Por otro lado, considero que es necesario tomar distancia de nuestras propias formaciones y disciplinas creadoras de verdades que a veces cuestionamos poco. Esa incomodidad que me generó el doctorado me ha servido para realizar este ejercicio, seguramente también volveré a cuestionar otras cosas más adelante, pero pienso que así es el ejercicio de la crítica, constante e inacabado.
Otra cuestión que me parece interesante en el caso de la gestión cultural, es la necesidad de entender de forma compleja los procesos comunitarios, teniendo en cuenta que esas comunidades con las que a veces trabajamos, no son homogéneas. Esto también es una reiteración a la que nos enfrentamos al referirnos a los otros. Por eso una de las apuestas interesantes de los Estudios Culturales es el famoso contextualismo radical. Para dar un ejemplo, se me ocurre pensar precisamente en los Altos de Chiapas, donde la diversidad es brutal. Tan solo basta convivir unas cuantas semanas con los tsotsiles para darnos cuenta de la amplísima diversidad política, religiosa, sexual, cultural, estética y otras que se manifiestan. Encontramos islámicos, cristianos, católicos, zapatistas, priistas, homosexuales, en fin, no acabaría de mencionar la compleja diversidad y variedad de personas que hay cuando hablamos de los tsotsiles. Por eso referirnos a este pueblo como una etnia que en nuestra mente se interpreta como homogénea es un grave error.
Por otro lado, creo que otra cuestión que necesitamos cuestionarnos es sobre el activismo desde nuestras formaciones. Muchas personas que estamos en el gremio académico y profesional participamos en el apoyo de diversos procesos políticos, sociales y culturales desde nuestras trincheras a distintas colectividades, tanto si pertenecemos a ellas, como a otras con las que nos hemos vinculado por una u otra razón. Sin embargo, pocas veces cuestionamos si nuestra ideología es compatible con esa desbordante diversidad de luchas.
Desafortunadamente, una y otra vez predicamos nuestras verdades creyendo que desde nuestras apuestas políticas se pueden resolver ciertos problemas para todos los grupos. El contexto de cada lucha es ampliamente diverso y se constituye como un campo de tensión en sí mismo. A veces es necesario replantearnos nuestras propias metas, que no son las de todos y cuestionarnos lo que entendemos por libertad, autonomía y dignidad. Nos queda esforzarnos por pensar desde las contradicciones y en la opacidad de las prácticas de esas otredades, cuestionando nuestra propia idealización de las comunidades que “deberían resistir”, pero que como son manipuladas, no saben cómo. Esta postura implica renunciar a nuestros propios proyectos políticos y culturales en favor de la autonomía del otro.
Agradezco el intercambio de ideas con Mario Rufer y Paulina Álvarez, quienes en una conversación discutíamos muchas de estas reflexiones que ahora comparto.
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