Para seguir generando puentes con la anterior entrega sobre el tema del papel del gestor cultural, me gustaría comentarles que actualmente estoy iniciando estudios de campo en San Cristóbal de las Casas, en el estado de Chiapas, México. Aunque mi tema central de la tesis de doctorado no está necesariamente vinculado a estos procesos, en esta última semana he estado reflexionando algunos aspectos de mi trabajo relacionado a la gestión cultural en contextos comunitarios.
De entrada, una de las problemáticas que he encontrado en San Cristóbal, y que me permite ejemplificar la problemática que me interesa, es la incomodidad y malestar que manifiestan tejedoras y tejedores por varias cuestiones que les han afectado en su desarrollo. Solo atenderé una. La que más ha llamado mi atención es el tema de la comercialización textil, porque varias boutiques y diseñadores, les han llegado a prohibir que puedan vender sus textiles a otros, entendamos esto, cómo evitar que la competencia tenga los mismos productos. Sin embargo, muchos de estos proyectos, se jactan de generar economías solidarias, comercio justo y demás expresiones que predican una supuesta horizontalidad.
Esto que narro, es solo una de las formas en que se puede ilustrar la problemática. Es posible afirmar que en todo proceso cultural o artístico, donde existe la intermediación, sea del Estado, de las empresas, de los gestores o de cualquier agente externo a las comunidades, se va a desarrollar una dinámica donde el poder de decisión se incline con mayor fuerza hacia alguno de los agentes. Esto es prácticamente imposible de evitar, a pesar de la horizontalidad con que se pretenda abordar un proyecto.
No podemos simplemente renunciar a nuestro lugar de enunciación y a los privilegios que poseemos como intermediarios o gestores de un proceso cultural, ya sea que nacimos con ellos (color de piel, lugar de origen, marcas étnicas, idioma, etcétera), o las que hemos desarrollado (capital cultural, capital social, trayectoria, etc). Desafortunadamente, a pesar de las apuestas deconstructivas y decoloniales en muchos ámbitos de la cotidianidad, las relaciones de poder siguen ahí presentes.
Pensemos por ejemplo en el ejercicio de talleristas que se desenvuelven en distintas comunidades (migrantes, población LGBT+, niños de la calle, presos, etcétera), quienes ya de antemano han producido un dispositivo de intervención con base en el famoso diagnóstico del proyecto. Podemos iniciar cuestionando que la confección de este tipo de dispositivos se convierte en un instrumento homogeneizador, desafortunadamente, es difícil que pueda ser de otra manera. Tampoco es que se pueda dar una atención individualizada como lo hace la psicología, porque recordemos, no somos psicólogos, por más que a veces intentemos abordar aspectos de las emociones y las afectividades con el público que atendemos. En este sentido, tenemos que tener claro que muchos de los instrumentos y dispositivos que se implementan en la gestión cultural son homogeneizadores, con esto me refiero a que no podemos atender en su individualidad a cada persona, pensando incluso, en la diversidad de tipos de aprendizaje que se poseen. Necesitamos reconocer nuestras limitantes.
Siguiendo con este punto. Ya sea que se impartan talleres, se gestionen procesos comunitarios, se busque el rescate de alguna práctica o cualquier actividad que implique la intermediación cultural, siempre habrá relaciones de poder en escenarios donde lo político estará ahí manifestándose en diversos escenarios. De no reconocer esta situación, solo evitaremos y retrasaremos posibilidades de una mejor intervención. Por cierto, para ciertas voces de la academia y formadores de gestores, es un error partir de la gestión cultural, puesto que ven ahí un acto colonial, por lo que apuestan y predican la promoción de la propia cultura. Sin embargo, en la realidad, las prácticas de gestión cultural con las otredades es de lo más cotidiano.
No tengo nada en contra de las teorías y supuestos que a veces se desarrollan en la academia, como una especie de utopía que quisiéramos alcanzar, al contrario, decía Eduardo Galeano que la utopía nos permite seguir caminando. Pero también, puedo afirmar por experiencia, que la práctica y dinámica social te empujan a generar tales intervenciones.
Ahora bien ¿es posible minimizar el impacto de la verticalidad en la gestión cultural?. Desde mi consideración y experiencia es posible, pero lo cierto es que optaremos por un camino dificultoso, escarpado y lleno de incertidumbres. Recordemos que en la gestión no usamos fórmulas. Es imposible reproducir el mismo taller aún con una población con perfil similar, por dar un ejemplo. Siempre hay condicionantes y un contexto que es necesario trabajar en sus especificidades
Mis sugerencias en este sentido, si es que optamos por minimizar el impacto de las relaciones de poder en nuestros proyectos, aprendamos de entrada, ha realizar ejercicios de escucha más agudos. Hablar menos, escuchar más. De igual forma aplica con la observación, vernos menos a nosotros mismos, mirar más las necesidades culturales de la comunidad.
La segunda cuestión que recomendaría, es de verdad trabajar con el ego. Es algo que uno no está acostumbrado a leer en libros de gestión cultural, pero muchos de los problemas que reproducimos en nuestra labor de gestión, tienen que ver con lucha de egos y búsqueda de reflectores por parte de ciertas personas que participan en los procesos. Por cierto, nunca sabremos más que la comunidad de sus propias problemáticas.
La tercera cuestión que sugiero es entender muy bien el contexto político en el que estamos laborando. Con esto no me refiero a partidos, sino a las lógicas de poder que están inmersas en las circunstancias en que nos hemos insertado, no es igual trabajar de forma autónoma con apoyo de una Organización No Gubernamental o una Asociación Civil, que trabajar para una fundación privada, recibiendo recursos de alguna organización internacional o empresa, ni tampoco será lo mismo trabajar como un agente de gobierno. En este caso la idealización no sirve de nada y solo genera más frustración.
La cuarta sugerencia es generar diálogos constantes con las personas que colaboramos. No solo con los públicos de la comunidad, sino también con las personas que trabajan en la coordinación del proyecto. Aquí el ejercicio es pensar y repensar la capilaridad del proceso, o sea sus detalles. El intercambio de ideas bajo la lógica de la escucha, es una apuesta que necesitamos ejercitar de forma constante.
El último punto que consideró fundamental, es dar mayor énfasis a las estrategias de vinculación comunitaria, así como potencializar los efectos que tiene el proyecto a largo plazo. Esto implica enseñar a otras personas de la comunidad a que desarrollen procesos similares, para que al final, las colectividades con las que trabajamos, no dependan de nuestro trabajo. La cuestión de la autonomía es todo un tema que necesitamos tratar. En este sentido, es imprescindible dejar el tutelaje y paternalismo que muchas veces tenemos hacia las comunidades con que trabájanos. Incluso si pertenecemos a ellas, es necesario apostar para que nuestra presencia no sea imprescindible, a menos que de verdad la dinámica del proyecto exija esto. Y aún así, sí es un proyecto de largo alcance y duración, buscar relevos. Se nos olvida muchas veces que no somos eternos y que a veces cuando surgen otras propuestas, muchas personas se retiran y el proceso comunitario se queda a la mitad. Necesitamos entender qué hay dinámicas de agenciamoento que necesitan surgir en las colectividades y que a veces podemos interrumpir si no hay estrategias.
Por cierto. Sugiero como lectura para atender estos temas, el texto de Sarah Corona Berkin, disponible de forma gratuita en el portal de CALAS, que si bien no está dirigido a gestores culturales específicamente, sirve para entender procesos de horizontalidad.
Aquí dejo la liga:
http://www.calas.lat/sites/default/files/corona_berkin.produccion_del_conocimiento.pdf
Esperen la próxima entrega.
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